El Consejo General (CG) del Instituto Nacional Electoral (INE) aprobó ayer el financiamiento público para las fuerzas partidistas en 2021, el cual será de 7 mil 226 millones de
pesos.
Este monto representa un aumento nominal de más de 37 por ciento con respecto al de 2020, cuando fue de 5 mil 239 millones de pesos.
Como cada año, los consejeros electorales
se lavaron las manos con respecto a la injustificable cuantía de estos recursos, aclarando que ellos no hacen sino aplicar la fórmula establecida en la Constitución, por la que el total se obtiene multiplicando el número de personas inscritas en el padrón electoral por 65 por ciento del valor diario de la unidad de medida y actualización (UMA), para luego distribuirlo asignando 30 por ciento de manera igualitaria y 70 por ciento de acuerdo con el porcentaje de votos obtenidos en la última elección de diputaciones federales.
En teoría, el otorgamiento de recursos
públicos a estas instituciones trata de garantizar la separación entre el poder político y el económico, la cual queda obviamente en entredicho cuando los candidatos a cargos de elección popular acuden a la iniciativa privada en busca de financiamiento para sus actividades de campaña o para la operación cotidiana de sus plataformas. Es decir, se pretende atajar las tentaciones de incurrir en actos de corrupción para impulsar las carreras de los
políticos.
Lamentablemente, la historia se ha encargado de probar que ninguna cantidad de dinero basta para poner a salvo a la democracia de
las lacras de la corrupción y la captura oligárquica. En efecto, el generoso financiamiento otorgado por el Estado a los partidos, lejos de mantener a raya los actos de corrupción, se ha convertido en un verdadero imán para personajes carentes de escrúpulos, quienes usan el servicio público como una mera fachada para el enriquecimiento personal.
No sólo no ha servido la inversión millona-
ria en los partidos: ha resultado a todas luces contraproducente. Al eliminar el sistema de cuotas que los militantes aportaban para el funcionamiento de los partidos a los cuales se encontraban afiliados, las cúpulas partidistas dejaron de responder a sus bases y comenzaron una perversa relación simbiótica con las
burocracias que las alimentan. En este pro-
ceso se diluyó la identidad ideológica de estas instituciones, pues ya no representan a sectores de la sociedad comprometidos con ellos y capaces de exigirles cuentas, sino que hablan y actúan únicamente en su propio nombre.
Ante realidades como las descritas, resulta
inevitable cuestionar la utilidad de que los
ciudadanos mantengan a las instituciones
políticas y a los órganos electorales este año, el INE dispuso de 11 mil 421 millones de pesos para su operación– tal como existen en la actualidad. En cambio, parece claro que éstos deben pasar por una profunda restructuración que los haga cumplir con los propósitos para los cuales la ley les asigna recursos tan generosos, a la vez que ajusta sus gastos a una escala que no constituya una ofensa para la ciudadanía a la cual presuntamente sirven.
Tomado de La Jornada.